Descubro
en las cartas que escribía a sus amigos la poeta Emily Dickinson, que durante
una época tuvo dificultades para escribir, ya que tenía que cuidar a su madre
inválida, y dar de comer a su hermano y a su padre. Cuanto talento perdido en
la domesticidad. Emily decidió “libremente” encerrarse en la casa familiar para
escribir y cuidar de su jardín, era el todo o la nada, harta y extenuada como
estaba de desatender a su alma participando de la intensa vida social que
llevaban sus padres, un estilo de vida que había quemado como papiro su
juventud.
Las escritoras
Brontë vivieron prácticamente recluidas toda su vida, en una casa en los
páramos de Yorkshire, que Sylvia Plath visitó con su marido, Ted Hughes, en 1956. Apunta
Sylvia en sus Diarios que “a las hermanas les daba pena salir, y encontrarse
con una sociedad de tontos”. También Virginia Woolf
visitó la casa en 1904, bajo la nieve, escribió un artículo sobre sus múltiples
objetos y lo publicó en The Guardian. La enfermedad de Virginia la obligaba a
pasar largas temporadas de reclusión. Cuando estaba enferma, no podía escribir
más que su diario, y a duras penas. Tenía que abandonar novelas, relatos, todo
proyecto periodístico.
En La
pequeña Dorrit, novela de Dickens que es una sátira sobre la hipocresía de la
sociedad victoriana, el padre de Amy está en la cárcel por deudas. La joven
vive en la cárcel también, aunque puede salir libremente. Con esta situación, llega
un momento en el que Amy no puede diferenciar libertad de encarcelamiento, lo
que me recuerda que hay muchas madres que ni
lo saben que están presas. Las madres se
vuelven invisibles, como los gordos, como los migrantes, descubres que formas
parte de todo lo que el hombre blanco no quiere mirar. Muchos de ellos ni nos odian:
con el odio le das una identidad al otro, con la indiferencia lo borras, le
niegas su existencia. Leo en prensa sobre las mujeres ingresadas en un
reformatorio en el franquismo, por fumar o beber, por portarse mal en casa. Las
internas tenían que trabajar durante todo el día, limpiar, coser, la comida era
escasa y los malos tratos, abundantes. El objetivo de las monjas era que las
internas perdieran la identidad, quebrarlas, provocar su despersonalización.
Décadas después, muchas de esas mujeres no han podido olvidar, incluso después
de años de terapia.
Debido a la revolución tecnológica,
ya no hay niños jugando en la plaza del pueblo. Deberían leer todos obligatoriamente
El conde de Montecristo, y saber lo que era estar verdaderamente recluido en
tiempos no tan antiguos. Sumergidos en
la pecera de La elegancia del erizo, de Muriel Barbery, entre los jóvenes de
hoy en día hay hikikomoris, jóvenes que viven recluidos pegados a la
pantalla de su ordenador. También hay fictosexuales, que se enamoran de
un personaje de ficción. Este mundo nuevo me apabulla. Me impresiona ese desinterés
de muchos jóvenes por desplazarse hacia “el exterior”. Ya lo decía el poeta francés Paul
Éluard: “Hay otros mundos, pero están en este”.
En la novela corta Frankie y la boda, (1946),
de Carson McCullers, la protagonista tiene 12 años, quiere ir a vivir con su
hermano y su cuñada, quiere escapar del pueblo, pero ese sueño nunca tiene
visos de cumplirse. Berenice, la cuidadora de Frankie, al ver sus ansias de
libertad, le dice: “Todos estamos presos”, indicando que nadie puede escapar a
su destino. Las tardes se le hacen eternas a Frankie en la vieja cocina, se
siente abandonada y veo que se está gestando una delincuente. Habla de “El
nosotros de mí”. En ese “nosotros” no está ni su padre ni Berenice, ni su
pequeño vecino, que es casi como un hermano. El “nosotros de mí” se refiere a
su hermano y su futura esposa, que se van a casar, desaparecerán, y ella piensa
que se sentirá inmensamente sola por el resto de su vida. Y qué va.
Yo estoy con las Brontë, a veces es irrespirable
el aire ahí afuera. Sin embargo, suscribo lo que decía Milan Kundera, fallecido
recientemente: “Sería tan sencillo encontrar la calma en el mundo de la
imaginación. Pero yo siempre he tratado de vivir en los dos mundos al mismo
tiempo”. Estemos tranquilos, porque, como escribía la poeta Mary
Oliver, y encerrados o no, “el mundo te
llama como los gansos salvajes, chillando con excitación, anunciando
una y otra vez tu lugar en la familia de las cosas”.